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Adiós Pepe, adiós maestro

El miércoles pasado me llegó, a través de un gran amigo, la noticia del fallecimiento de la única persona a la que, en mis diversos procesos de aprendizaje que he tenido hasta la fecha, he podido considerar auténticamente como maestro.

Corría el año 1994. yo tenía ocho años. Tras unas sesiones en las que evaluaban tus conocimientos y habilidades musicales, al final del verano nos comunicaron que estaba admitido en el conservatorio Hermanos Berzosa de Cáceres. Al formalizar el papeleo de la matrícula, por mis cualificaciones se me adjudicó una plaza de acceso desde la que prácticamente podía escoger cualquier instrumento como especialidad. No sabría decir muy bien por qué, pero escogí el violín.
Así, al arrancar el curso, una tarde de finales de septiembre conocí a la persona que sería mi tutor y mi profesor de instrumento. Entramos en una de aquellas aulas, y se nos informó de la asignación de horas para las clases colectivas, para pasar después al encaje de bolillos que suponía escoger la hora de la clase individual. No lo sabía, pero acabaría convirtiéndose en un pequeño ritual durante los siguientes comienzos de curso. Al entrar, nos encontramos con un señor gordito, con bigotazo y cara de bonachón. Con una sonrisa, y esas arrugas alrededor de los ojos que envidiaría cualquier abuelo entrañable de anuncio de televisión. Y jamás olvidaré una de las primeras cosas que nos dejó claro, tras presentarse como nuestro profesor: Su nombre era José Esmeralda, pero quería que todo el mundo le llamáramos simplemente Pepe.

En esos primeros meses, fui aprendiendo cosas sobre él, del mismo modo que él me iba conociendo poco a poco, en esos minutos previos antes de empezar la clase, o en los minutos finales mientras recogía mis cosas. Era algo sencillo, pero esos minutos de conversación, ese conocimiento mutuo me parece que es clave en la relación profesor-alumno. Y estoy seguro de que eso Pepe lo sabía muy bien. Así mientras el conocía sobre mi vida y mi familia, yo me enteré de que Pepe había nacido en Ucrania (aun recuerdo lo llamativo que resultaba cuando, en muy contadas ocasiones, se excusaba para atender al teléfono y yo escuchaba extasiado su conversación en ruso, y tras colgar automáticamente te pedía disculpas y seguíamos la clase), que se casó con una mujer llamada Kariné y que tenían un hijo, Antonio. Esos fueron los inicios, pero nos quedaría mucho tiempo para seguir conociéndonos cada vez mejor. Pepe iba a acompañarme de una forma continuada a lo largo de mis siguientes diez años de vida, hasta la soñada mayoría de edad. Fue un largo camino, en el que me dio tiempo a aprender muchas cosas con él. Ya que como estudiante estuve muy lejos de ser ejemplar, podría decir que con Pepe aprendí tantas cosas del entorno de la música, como del resto del mundo. Acabó convirtiéndose en un amigo, un familiar más. Preocupado tanto por mi familia como por mis progresos en el colegio, mis aficiones, mis inquietudes… Sus funciones como tutor iban más allá de lo académico, y eso es algo que nunca supe reconocer en su momento ni agradecérselo como debiera. Supongo que por eso estoy ahora aquí, en esta tarde lluviosa escribiendo estas lineas. Ese compromiso y esa relación con sus alumnos era una de tantas cosas que hacían de Pepe una persona encantadora y un profesor diferente. Conoció a un chavalín de ocho años escondido en su timidez de mofletes de fácil sonrojo y ojos azules, y acabó despidiéndose de un jovencito de dieciocho años, con la lengua un poco más suelta por la confianza y con ganas de irse a estudiar fuera, a comenzar su etapa universitaria. Hacía ya varios años que los dos teníamos claro que mi futuro no iba a tener nada que ver con mis estudios de música, pero eso no cambió ni un solo detalle en nuestra relación.

Durante esos diez años, intentó que le dedicara más tiempo a la música y a practicar con el violín y menos a vaguear y llegar a sus clases con los estudios y ejercicios a medio mirar. Sin querer sonar pretencioso, imagino que tiene que sentar fatal que un alumno con aptitudes, se eche a perder por sus actitudes y falta de trabajo, como fue mi caso. Pero nunca tiró la toalla, ni conmigo ni con otros alumnos con el mismo problema que yo. Su bendita paciencia no tenía límites. Me llevé reprimendas más que merecidas por mi rendimiento en clase en diversas ocasiones, pero nunca recibí una palabra más alta que otra, ni un reproche gratuito o una mala palabra. Pepe me enseñó que se podía estar muy disgustado con alguien por su rendimiento como alumno, sin que eso riñera con poder apreciarlo y llevarse bien si ese alumno resultaba ser una persona amable y educada.
No recuerdo muy bien como fue la última clase con él, ni nuestra despedida oficial y académica. Supongo que con dieciocho años y todo mi futuro por delante, no valoraba esos momentos tanto como pueda valorarlos ahora. Pero sí recuerdo la última vez que nos vimos, una tarde que fui con Javi Jiménez en uno de esos comienzos de curso a finales de Septiembre, hace tres o cuatro años. Esperamos a que acabara aquel reparto de horarios, como tantas otras veces vivimos desde dentro, y al salir la chavalada, entramos a saludar. Nos miró, y abrió mucho los ojos con ese gesto suyo tan característico de sorpresa, con un brillo de alegría en esa mirada sorprendida: «¡Hombre! ¿qué hacéis vosotros aquí?» Y así empezó una conversación sencilla, sobre cómo nos iba la vida. Yo estaba en mi año de parón tras la carrera, y llevaba unos meses buscando trabajo. Me comentó que había oído que cada cierto tiempo salían ofertas de trabajos de todo tipo en Disneyland París, por si quería buscar e informarme por internet y probar suerte. Aun se acordaba de que lo mío era el francés, bastante más que el inglés…

Diez años a su lado, aprendiendo un poco de todo. Y diez años hacía ya que había dejado de frecuentar sus clases, sus consejos, sus correcciones y sus preguntas habituales por mi vida y la de los míos, siempre preocupadas si había algo que desafortunadamente se saliera de la rutina. Tras diez años sin ser su alumno, la noticia de su muerte hizo aflorar en mi ese niño tímido de ocho años, me hizo esconder la cara entre las solapas de mi abrigo y ocultar así al resto de personas que iban por la calle las lágrimas que corrían por mi cara mientras volvía a guardar mi móvil en el bolsillo. Cosas como ésta creo que ilustran la huella que pudo dejar Pepe en sus alumnos. Las conversaciones y escritos en las redes sociales que he visto estos días de antiguos alumnos suyos me lo han demostrado también.
Su fallecimiento ha sido un gran palo, un jarro de agua fría. Porque no nos despedimos simplemente de un profesor, nos despedimos también de un tutor, maestro, amigo, familia… todo a la vez, y eso nunca es fácil. Además, tener que hacerlo en la distancia, como nos ha pasado a muchos de sus antiguos alumnos, con nuestras vidas más o menos instaladas en lugares alejados de Cáceres, tampoco ha ayudado.

Seguramente habrá antiguos alumnos suyos que hayan tenido una relación más continuada o más reciente con Pepe. Que podrían contarnos más en profundidad sobre él, o más anécdotas. Pero había algo dentro de mí que no me iba a dejar tranquilo si no escribía esta especie de obituario en su memoria. Porque por todo lo que fue para mí, y quiero creer que para muchos otros alumnos suyos, estas palabras eran lo mínimo que podía dedicarle. Porque necesitaba escribir esto para poder despedirme en condiciones.

Hasta siempre maestro, hasta siempre Pepe.

 
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Publicado por en 14 de diciembre de 2014 en Sin categoría

 

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